Hemos celebrado recientemente el Día de la Madre, tal como nos manda esa especie de calendario profano que, para cada día del año, propone un motivo a nuestra consideración, con la intención y la esperanza de que el mismo se convierta para todos en una invitación bien a la práctica del agradecimiento (Día de la Madre, primer domingo de mayo), o del reconocimiento (Día internacional de Nelson Mandela, 18 de julio), o de la solidaridad (Día Mundial contra la mutilación genital femenina, 6 de febrero), o del respeto (Día Mundial contra el abuso y maltrato de la vejez, 15 de junio). Etc.
El vecindario se viste de fiesta. No es para menos, porque el pueblo no todos los días recibe la visita de un obispo. Aunque, esta vez, tampoco se exagera y no adornan las calles, tal como se hacía en otros tiempos, ya lejanos, con ocasión de las visitas pastorales. Ésta va a ser más sencilla y menos ruidosa que otras pero no por ello menos oportuna ni menos necesaria pues se trata de hacer justicia y devolver a los santos Pedro y Pablo a su legítima casa de la que fueron desahuciados un aciago día, de triste recuerdo.
Parece ser que el hombre sólo llegó a serlo después de muchos, muchísimos años y según iba progresando en esa larga, larguísima etapa de su evolución ha ido recibiendo de los antropólogos diversos nombres. Se le calificó de homo habilis cuando aprendió a fabricar utensilios que le hacían más fácil y cómoda la vida.
Debo advertir a todo aquél que tenga la intención de seguir leyendo lo que aquí va a quedar escrito que más bien son pocos los datos fehacientes que yo conozco acerca de la vida y milagros de nuestro personaje. Pero, al mismo tiempo, debo confesar que es mucha la atracción y simpatía que he sentido, e incluso sigo sintiendo a pesar de los años transcurridos, por el señor Jorge.
Sin saber muy bien por qué estaba yo mirando mi pequeña biblioteca, con la misma unción con la que un devoto mira la imagen de su santo preferido, cuando mis ojos se quedaron fijos en un libro que tiene por título: Psicología para maestros. Conocido su nombre cualquiera podrá deducir que no se trata de un libro de frecuente uso para quien no tiene como principal la función de enseñar.
Bienaventurados aquellos tiempos en los que el pueblo era pueblo y no, como ahora, pueblo despoblado. Dichosos aquellos años, ya lejanos, cuando las calles eran un continuo ir y venir de hombres, mujeres y niños, cada uno rumbo a su lugar de trabajo y al cumplimiento de su obligación.
Cuando me fui de Laperdiguera era muy joven pero me llevé recuerdos imborrables, ocurre que a veces las circunstancias de la vida, no permite recordarlos como uno desearía; el trabajo y la familia ha sido una obsesión constante.
No hay pueblo, por pequeño que sea, que no cuente entre sus habitantes con algún vecino que ha perdido la condición de persona común y por mor de sus peculiaridades se ha convertido en personaje (persona que destaca por algo). Laperdiguera no podía ser una excepción.
Al echar la vista atrás, ejercicio al que obliga el inexorable paso del tiempo, uno recuerda, y con nostalgia, aquellos antiguos veranos en los que se llevaban a cabo las dos grandes tareas agrícolas: la siega y la trilla.
Laperdiguera, cuantos recuerdos vienen a mi mente después de tantos años.
Mi familia paterna, mis abuelos eran todos de allí, además de un sinfín de tíos-abuelos, primos y demás.